Una de las grandezas de la literatura es que asociamos nuestras lecturas a vivencias personales.
Siendo un chaval de diez o doce años, uno de mis hermanos llegó a casa con Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. Me enseñó su reciente adquisición como quien desciende de las montañas con un mineral rarísimo y precioso. Es una novela donde se queman libros –me dijo-. 451º Fahrenheit es la temperatura a la que arde el papel.
Este clásico de la Ciencia Ficción se encuadra dentro de una corriente literaria que plantea sociedades utópicas (es decir, sociedades alternativas a la existente), y que estaría formada, entre otros, por célebres relatos como Un mundo feliz, de Aldous Huxley, 1984, de George Orwell o Mercaderes del Espacio, de Federik Pohl y Cyril M. Kornbluth.
La novela de Bradbury está protagonizada por un bombero cuyo trabajo consiste en quemar libros. La palabra escrita ha sido prohibida por el Gobierno bajo la excusa de que la lectura convierte a las personas en seres diferentes, y la labor de un Gobierno es que todos sus ciudadanos sean iguales.
En 1966 François Truffaut rodó la adaptación cinematográfica. A mi modesto entender, el director francés no anduvo muy fino en esta ocasión, pero se lo perdonamos por tantas y tantas películas maravillosas que nos legó, como Los 400 golpes o Jules et Jim.
Recordar a Bradbury me lleva a las tardes de invierno de mediados de los ochenta, la tableta de chocolate con pan, las perturbadoras bolitas de los jerseys de lana, las ratas correteando por el patio de la vecina, el olor de los antipolillas, el Cometa Halley...
Hoy es un día triste.
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